Alberto Moyano

Nada más, ni nada menos que los mejores cocineros de España han saltado al cuello de su colega Santi Santamaría por su enmienda a la totalidad contra Ferrán Adriá y su forma de entender la gastronomía. El argumento de Santamaría se resume en denunciar el envenenamiento de la clientela mediante el suministro de suculenta metilcelulosa y la no menos manjarosa maltodextrina.

Los replicantes de Euro-toques han reaccionado en legítima defensa, de sus intereses, claro, ya que no sentirse aludido en este caso ataca directamente contra su caché. Por decirlo de otra forma: responder ahora a Santamaría es una forma de reivindicarse como cocinero vanguardista, más cotizado cuanto más desabrida sea la réplica.

La segunda pata de esta mesa -la crítica- también ha reaccionado con unanimidad porque el laboratorio aburre mucho menos que la cocina cuando uno se ve obligado, por razones laborales, a engullir -y luego describir- varios miles estrellas Michelin al año. Y la tercera, el público, asiste divertida a la polémica, mientras toma buena nota de las direcciones de los principales restaurantes ofendidos.

A la pregunta de quién es el principal beneficiario de todo esto, la respuesta es unánime: el propio Santamaría. Sin embargo, esta circunstancia no debería ocultar que colocar al comensal unos auriculares en sus orejas para que disfrute del rumor del oleaje mientras degusta lo que primitivamente fue pescado es una forma de confesar el fracaso de la receta en cuestión.