Alberto Moyano

Probablemente, la ùltima revolución gastronómica llegó de la mano de los preservativos de sabores y la lencería comestible, pero el tiroteo dialéctico entre, por un lado, Santi Santamaría, y, por otro, el resto de cocineros estrellados-michelín ofrece un espectáculo inédito en un colectivo que si por algo ha destacado hasta ahora es por la exhibición impúdica del amor endogámico que se profesan sus miembros.

El chef de El Racó de Can Fabes remató la campaña de lanzamiento de su libro ‘La cocina al desnudo’ con una comparecencia ante la prensa en la que actualizó sus críticas a la cocina molecular, la cocina tecnoemocional y otras entelequias. Entiéndase bien: cuando Santamaría dice que desnuda la cocina quiere decir que le arranca la ropa a tiras.

Por otra parte, también aprovecha la ocasión dejar caer alguna que otra bomba de profundidad al anunciar que donará a la Fundación de Lucha contra la Esclerosis Múltiple el 50% del beneficio que obtenga con esta denuncia de los gelificantes, espesantes, emulsionantes, colorantes, antioxidantes y potenciadores del sabor. ¿Humor subliminal?

En coherencia con su apología del cocinero hiperrealista, Santamaría se dedica a pedir lo requeteimposible: que los restaurantes incluyan en la carta, junto a cada planto, sus ingredientes y aditivos. La propuesta obligaría a colocar junto a cada mesa un atril en el que apoyar un tomo que rivalizaría en grosor con las obras completas de Tolstoi. Sería como pedir que cada prostituta portara en todo momento un resumen de su educación sentimental.

Además, está el asunto del celo profesional. Si Coca-Cola lleva un siglo sin revelar su fórmula, ¿es razonable esperar que Adriá nos cuente, así como así, cómo elabbora su menú para desdentados, que diría Manuel Vicent?