Alberto Moyano
Nunca deberíamos cansarnos de alabar el ingenio clarividente de esa inmensa mayoría del hondarribiarras que, año tras año y sin desmayo, exhibe su -por qué no decirlo- tenaz rechazo al desfile de la compañía mixta Jaizkibel.
Este pensamiento visionario se refleja en el hecho de que la protesta, amén de pacífica, es un prodigio de variedad. Si un año las aceras se encuentran atestadas de público enmascarado, el anterior es el plástico negro el protagonista y al siguiente, los paraguas de ese mismo color. (Por cierto, se anima desde aquí a Maider López a reclamar sus legítimos derechos de autor de esta intervención urbana).
Esta explosión de creatividad no responde a tan sólo a una imaginación exuberante, sino también a una intuición antigua y profunda que late en lo más hondo del pueblo y que reza así: cualquier acción repetida en la misma fecha del año durante un determinado número de años se convierte irremediablemente en tradición. Y una vez que historiadores y antropólogos sociales hayan aportado el indispensable aparato teórico eso ya no hay quién lo mueva.
Esto significa que si los hondarribiarras se cubrieran con plasticorros todos los años en breve plazo se encontrarían con que esta dinámica cobraría vida propia para acabar yéndoseles de las manos, convirtiéndose en un elemento de los que enriquecen la fiesta, pero completamente independiente de que desfile o no Jaizkibel.
Hasta es posible que se crearan cuadrillas, peñas y sociedades gastronómicas -en cuyas filas se tardaría en ingresar largos años- cuyo papel en la fiesta se limitaría a cubrir el recorrido con esos plásticos negros, con el consiguiente disgusto entre las nutridas filas de cantineras. Y eso sí que no