Alberto Moyano
La Diputación de Gipuzkoa ha acordado “por unanimidad” congelar los sueldos de los altos cargos durante este año. Hablamos de 94.768 euros en el caso del diputado general y de 84.860 en el de los diputados forales. De mantenerse sus señorías firmes en sus posturas, el común de los mortales conseguiríamos equipararnos salarialmente con ellos en tan sólo un par de lustros.
La medida -redonda desde un punto de vista demagógico aunque antipatriótica por la desconfianza que siembra respecto al futuro económico- no es un brindis al sol. De hecho, podría incluso amenazar el pago hipotecario de segundas e incluso terceras viviendas de nuestros electos, disparando así el índice de morosidad bancaria.
Se trata en todo caso de un gesto conmovedor, cuyo ideólogo, José Bono -convaleciente aún de su agresivo tratamiento capilar- se mantiene pletórico de iniciativa. Desbordando dietas, prebendas varias y una pensión envidiable por tan sólo dos legislaturas en el cargo, nuestros representantes democráticos se apretarán el cinturón Armani, pero sólo un poquito.
Es más: deberíamos reservar el uso del término “congelación” para el caso de pensiones y salarios mínimos, y recurrir al de “criogenización” para los sueldos de alto standing, como es el caso que nos ocupa.
Más audaz, sin embargo, sería congelar el salario de los cargos electos hasta que se produjera el cambio de titular. Se evitaría así la tentación del escaño vitalicio, cuyo santo patrón, Alfonso Guerra, ha visto frustrado su amor a la docencia y el teatro por más de tres décadas a causa de una desmedida vocación de servicio público.