Alberto Moyano
La cultura no sirve para nada. Ésa es la mala noticia: los libros no salvan vidas, los cuadros no redimen los pecados, la música no sana los cuerpos. La buena es que tampoco las videoinstalaciones lo hacen. Ni siquiera los happenings o las performances. Quizás sí serviría para salvar el alma, pero antes debería demostrarse que poseemos una y que es mortal.
Las jornadas sobre la candidatura donostiarra a la Capitalidad Cultural Europea 2016 que se celebran hoy y mañana en el Victoria Eugenia quizás no hayan aportado en su primera entrega novedad alguna en torno a contenidos, pero sí que han abundado en la búsqueda del sentido de todo esto.
Así, los representantes institucionales, que no pudieron evitar en sus discursos términos inaprensibles como Euskal Hiria o Eurociudad, vincularon la consecución de la ansiada capitalidad con el logro de fines interesantísimos.
Por ejemplo, la Capitalidad Cultural Europea no sólo nos permitiría cosas tan divertidas y estimulantes como repensar la ciudad, impulsar proyectos pendientes y hasta reinventarnos definitivamente a nosotros mismos, sino que también nos hará mejores, más libres incluso, permitiéndonos dejar atrás los tiempos de la intolerancia y el terrorismo.
Insistir a estas alturas en que cultura y barbarie son imcompatibles constituye un ejemplo acabado o de candidez o de mala fe. Según esta doctrina, que alumbra niños con pijamas de rayas, la aniquilación de seres humanos ha corrido siempre a cuenta de los sectores más analfabetos de cada tiempo, y nunca de elites graduadas en las mejores universidades, melómanos enamorados de Bach o individuos capaces de sollozar como lactantes en plena ópera.
Lancémonos en picado sobre la candidatura de tan hermoso título, porque la cultura, además de no servir para nada, también es inocua, pero evítennos los microrrelatos infantiles con forma de discurso institucional porque, con tan altas expectativas, acabaremos dándonos de bruces con la decepción que siempre aguarda a la vuelta de la esquina.