Alberto Moyano
Están hoy convocados los blogs del orbe entero a hablar sobre la pobreza. Aquí también lo haremos, aunque en la única modalidad que no se cura con dinero: la de espíritu.
De entre todas las instituciones que disfrutamos y padecemos, ha tenido que ser la Diputación Foral de Gipuzkoa, caracterizada por su comportamiento errático, la encargada de poner en marcha un plan para potenciar la inteligencia emocional. El plazo es de cuatro años de plazo y la inversión, de cinco millones.
Esto de la inteligencia emocional viene a ser -según se puede leer hoy en DV- “la capacidad para comprender y organizar las emociones propias de forma precisa y de comprender las de los demás y ha causado furor en EE UU, donde se plantea ya como una herramienta imprescindible para abordar la vida cotidiana”. O sea, humo.
Dejando la margen la cuestión de si, a estas alturas, supone garantía de nada el que algo cause furor en EE UU, lo cierto es que ya son varios los emocionalmente inteligentes -y económicamente no digamos- que se han hecho millonarios con el tema. Se trata, en resumidas cuentas, de la autoayuda de toda la vida, pero con rostro (algo más) presentable.
Por de pronto, la Diputación ha depositado grandes esperanzas en esta iniciativa, cuyos contenidos se impartirán mayormente en centros docentes: que “para el 2120 el 100%” de los guipuzcoanos hayan desarrollado su vida “en equilibrio emocional, sea inteligente emocionalmente” y haya pasado por “un embarazo inteligente, por una vida familiar equilibrada y por un ámbito laboral con inteligencia emocional”. Es decir, que el ser humano se convierta en marciano, así, modestamente.
¿Lo conseguirá? Mejor no adelantar resultados. Lo único seguro es que, más pronto que tarde, los mismos gurús de la inteligencia emocional volverán, esta vez, para vendernos otro productos espiritual, tal vez, la emoción inteligente. Y, sin duda alguna, compraremos de nuevo el producto.