Donostia es la única ciudad del mundo en el que la expresión ‘túnel del pintxo’ no hace referencia a una oscura sala de sadomasoquismo, sino a una carpa en la que catorce bareros estrategicamente situados propinan al visitante sus creaciones en miniatura.

Tarde o temprano, el porcentaje de días en los que la capital donostiarra cuenta con algún congreso gastronómico habrá de convertirse en un índice económico tan fiable como la renta percápita o el euríbor.

La materia prima de esta industria -por supuesto, cultural- no es el producto hortofrutícolo, sino el insaciable apetito de la ciudadanaía, siempre presta a demostrar que curiosidad científica y deglución no son actividades en absoluto incompatibles.

Básicamente, se trata de zampar, pero como la expresión resulta de por sí zafia y carenta de glamour, los oficiantes del evento en cuestión aportan la masa crítica intelectual. Así, el cortador de jamón de toda la vida se ha transformado en un fisioterapeuta de cerdos, capaz de diferenciar en una misma pata porcina “siete paquetes musculares” repartidos por “cuatro zonas” diferentes.

Sus conocimientos son oceánicos: meterse “dos o tres lonchas de una vez” es “no saber comer jamón” -o no saber comer, a secas-; cada loncha debe “medir unos cuatro o cinco centímetros y caber en la boca” -consejo éste aplicable a cualquier otro producto destinado a la ingesta-; y debes notar “que se va fundiendo la carne y la grasa” -sin especificar si se refiere al cerdo o al comensal-.

Como todo sector económico, éste también presenta desajustes en su funcionamiento. Así, a pesar de las decenas miles de jamoncitos que se reparten a lo largo y ancho del planeta, su cata es en la mayoría de los casos un desperdicio: sólo quince o veinte maestros saben cómo cortarlo.

No importa. Lo único seguro en este mundo es que, tarde o temprano, todos y cada uno de ellos acabarán pasando por aquí para ilustrarnos.