El optimismo puede ser limitado, pero la osadía ha de ser infinita. A día de hoy, aún es posible que ‘pauloscoelhos’ armados de ‘power points’ vengan al país de Oteiza, Sorozabal o Baroja -ilustres pesimistas que enterraron a buena parte de sus coetáneos- a proclamar la buena nueva: “El optimista vive más”.
Cuando los curanderos ambulantes sostienen que vivimos mejor que hace cien años formulan una verdad incontestable, aunque nos hurtan algunos datos que, por otra parte, sólo servirían para enturbiar su impecable discurso.
Así, si nos referimos a los cien últimos años, en efecto, la vida ha mejorado notablemente en todos los órdenes. Sin ir más lejos, el parloteo ha pasado de ser un oficio trashumante que se ejercía desde una carreta a una rama de la industria del entretenmiento que se imparte desde atriles instalados en palacios de congresos.
Conviene, sin embargo, no olvidar que bajo la hojarasca se ocultan un puñadio de hechos cruciales -la revolución rusa y un par de guerras mundiales- que hicieron avanzar el mundo hasta los actuales parámetros de bienestar, al precio de unas cuantas decenas de millones de muertos -quién sabe cuántos de ellos optimistas irredentos- que acabaron sirviendo de combustible para la Historia.
Por el contrario, si hemos llegado hasta aquí ha sido gracias a aquel antepasado pesimista que, aún consciente de la rica oferta gastronómica que el bosque brindaba a las alimañas de todo tipo que lo habitaban, levantó una empalizada persuadido de que quizás éstas desearan postre. Y más tarde, ya convencido de las bondades del pesimismo, procedió a completar su empalizada con un techo, no fuera a ser que por la noche refrescara, lloviera o incluso nevara, tal y como efectivamente sucedió.
Un pesimista prefiriría no vivir junto a una central nuclear construida en una zona de gran actividad sísmica. En cambio, un optimista se empadronaría con la mejor de sus sonrisas junto a Fukushima. Si así lo desea, en estos momentos de tragedia, sírvale de consuelo el convecimiento de que su imprudencia servirá para que dentro de cien años nadie la repita, lo cual permitirá a sus descendientes, si no vivir mejor, al menos sí vivir más tiempo. Y que le expliquen luego la diferencia.