Llegará un momento en el que cada habitante de este planeta deberá enfrentarse al dilema de optar entre perecer en un seísmo tremebundo pero limpio propio de los países en vías de subdesarrollo o hacerlo envuelto en la nube radioactiva característica de las sociedades más avanzadas. Se trata, en definitiva, de elegir entre dos modelos de vida y, por lo tanto, de muerte: el haitiano y el japonés, por citar dos casos que no requieren remontarnos mucho en el tiempo.
En ese momento, nadie cavilará menos que el ciudadano europeo, que se caracteriza por vivir sus propias contradicciones con la tranquilidad que da saber que constituyen el motor de su propio progreso. La respuesta europea a la ecuación será que ni la una, ni la otra, sino las dos a la vez.
Por fuerza, debemos ofrecer un espectáculo lamentable cuando, precisamente esa minoría de la Humanidad que disponemos de confortables hogares con calefacción, iluminación eléctrica, aire acondicionado y más electrodomésticos de los que somos capaces de manejar, nos entregamos a la celebración de la Semana del Orgullo No Nukes. Y si hay que manifestarse, ahí iremos. En vehículo privado, por supuesto.
Porque aunque, llegadas las entrañables fechas, no estamos dispuestos a negociar una sola bombilla en materia de iluminación navideña, los ciudadanos occidentales nos oponemos mayoritariamente a la energía nuclear, sobre todo, en días como éstos.
Somos más partidarios de la hidraúlica, siempre y cuando la construcción de la presa no implique la desparición de quién sabe qué ancestral aldea. En cuanto a la eólica, cuenta con todas nuestras bendiciones, siempre y cuando los omnipresentes molinetes no estropeen la belleza inmarcesible del paisaje rural.
Cuando los expertos establecen estos días las principales diferencias entre las crisis nucleares de Chernobil y Fukushima, olvidan mencionar la principal: la permanente oscilación entre el la desinformación y el alarmismo, entendidos los dos como fenómenos virales transmitidos en red.
Hace veinticinco años pasaron tres días hasta que se comenzó a saber qué estaba pasando en Ucrania. En cambio, desde el pasado lunes, la comunidad internauta derrocha actividad, con el consiguiente derroche de consumo eléctrico.
Ser europeo significa haber culminado el proceso de evolución de la especie, al menos, en sus aspectos morales. Al amparo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a cuya redacción tanto contribuimos desde la experiencia que da la vulneración de todos y cada uno de ellos, los habitantes de Occidente ocupamos siempre el epicentro de la ética, una posición un tanto sospechosa que invita a preguntarse si es posible poseer todos los bienes materiales y, a la vez, tener siempre razón.