El tópico abribuye a la libido el impulso que lleva a los paseantes de La Concha a torcer el cuello a su paso por la playa para echar un vistazo a la arena, cuando en realidad se trata de un acto reflejo, fruto de la misma pulsión que nos lleva a circular lentamente a nuestro paso junto a un vehículo accidentado en siniestro total. Llaménlo morbazo insano.

Lo cierto es que ateniéndonos estrictamente al punto de vista del deseo, la playa tiende a ser el territorio de la inhibición mutua. Por regla general, los ciudadanos occidentales, una vez vestidos, ganamos una barbaridad, todo esto sin contar con otros factores, como el que apunta a que la playa es el único espacio público en el que uno puede asistir a escenas tan poderosas como el cambio de pañales de un bebé al lado de una familia que degusta una tortilla de patatas de aspecto repulsivo (la tortilla, no la familia).

En un país en el que las apariciones multimedia de un director de periódico en tirantes y calva indecisa se han convertido en una imagen cotidiana, las fotografías de una dirigente política en bikini deben enmarcarse en un contexto de normalidad democrática. Por decirlo de otra forma, los michelines de Leire Pajín son los de todos.

Además, no estaríamos hablando de todo esto si la ministra de Sanidad hubiera lucido un diseño de Agatha Ruiz de la Prada, una firma que tiene la facultad de empeorar incluso aquellos cuerpos más devastados. Para los manuales de psicología moderna queda el hecho de que nadie ha sido tan cruel en sus comentarios sobre Pajín como los fans de Winston Churchill, aquel Apolo.

Somos como somos, en esencia, seres mal confeccionados, tanto por fuera como por dentro, ese lugar ilocalizable en el que según la mitología contemporánea reside la belleza que de verdad importa. Si estás en la playa y alguien te mira con deseo, no lo dudes: es un ‘paparazzo’ que o bien te ha confundido con un famoso, o bien ha detectado alguno a tus espaldas.