Todo suceso tiene un epicentro y el periodismo consiste en acercarse al máximo a ese punto mediante el sencillo procedimiento de preguntar a quienes lo conocen para luego contarlo. El periodismo malo explica el mundo; el bueno proporciona todos los datos que aclaran por qué resulta incomprensible.
Esta profesión se basa en la creencia de que cualquier acontecimiento esconde un relato verídico. Así, existe la posibilidad de que una mujer esté embarazada y también la de que no lo esté. Puede que sepa que lo está y puede que no. Puede que el embarazo sea deseado o también puede que no. Puede que lo esté de un mes y también de nueve. Es posible que sepa quién es el padre y también que lo ignore, cabe la posibilidad de que sea fruto de una noche loca, de un acto de violencia o de la perseverancia matrimonial. Incluso es pausible que no lo esté, pero le encantaría estarlo. Una mujer está embarazada o no lo está y una de las dos hipótesis excluye automáticamente a la otra. Desentrañar este tipo de arcanos es parte del oficio.
El periodismo consiste en preguntar, volver a preguntar y, llegado el caso, repreguntar. A cuantas más personas relacionadas con el asunto, mejor. Y cuanto más relacionadas con el tema, mucho mejor. En qué momento y por qué razón semejante automatismo se convirtió en una titulación superior a la que el aspirante habría de dedicar cuatro o cinco años de tediosos estudios es algo que aún ignoro.
Ahora, el caso Murdoch destapa una serie de prácticas informativas que ni siquiera representan la perversión del periodismo, sino su sustitución por otro tipo de actividad, llámenla como gusten. El periodista escucha las respuestas a sus preguntas, mientras que el espía escucha respuestas a preguntas que ni siquiera soñó formular. Confundir esta segunda práctica con el periodismo equivale a aceptar que un violador es también un seductor.
Dice Murdoch que aunque ‘News of the World’ vendía tres millones de ejemplares diarios, tan sólo representaba el 1% del volumen de todos sus negocios, circunstancia que le impedía seguir de cerca el funcionamiento del periódico y, por lo tanto, conocer que la cabecera destinó dos millones de libras al pago de sobornos.
La obligación del periodista es no creerse del todo nada de lo que le cuentan, pero de ser cierta la declaración del magnate, sólo confirmaría que al pequeño Ruppert le venía grande el imperio Murdoch. Y peor aún: que Murdoch no sabía nada porque él tan sólo se limitaba a informar. Habrá que dejar para otro día el análisis de las derivadas que en este caso se desprenden del viejo mantra que asegura que “un periódico pertenece siempre y sobre todo a sus lectores”.