Ahora mismo, cualquier lugar del mundo puede convertirse de repente en el escenario de una cruzada en la que tú sólo eres otro infiel. Una explosión súbita en el centro de Oslo abre un mar de interrogantes policiales, pero desde el primer instante alumbra una certeza teológica: ha sido en el nombre de dios, la investigación ya determinará de cuál de todos ellos.
Antes de convertirse en un asesino múltiple, el autor de la matanza noruega tuvo que convertirse en esencia en un pesado obsesivo. Dada la proliferación de adeptos a este práctica y la enorme competencia en este terreno, la única forma que encontró de singularizarse fue convertirse en el “mayor monstruo europeo desde la II Guerra Mundial”, un terreno en el que si bien es cierto que el viejo continente ha perdido pujanza en favor de los criminales de otras latitudes emergentes, aún vende caro el título, baste citar la antigua Yugoslavia.
Y así como los superyihadistas tienden a actuar en grupúsculos, parece ser que el tal Anders Behring Breivik actuó más bien en solitario -como aquel Timothy McVeight-, quizás no tanto porque no comparta delirios con otros correligionarios como por lo difícil que a partir de cierto umbral de egolatría debe resultar la convivencia amistosa.
Ante estos casos, la línea que separa al periodista responsable del misionero es tan fina que los mejores del primer grupo siempre acaban jugando en el segundo. Así, grandes firmas que ya se habían precipitado a difundir por tierra, mar y aire cuanto documento escrito o sonoro dejó el zumbado, se han apresurado en un rapto de modestia a anunciar que no volverán a hacerlo porque no están dispuestos a poner su enorme influencia al servicio de la difusión de ideas abyectas, como si fuera posible encontrar algo coherente en medio del maremágnum de disparates del supremacista noruego.
Breivik elaboró sus bombas con fertilizante. Si los análisis policiales determinan que era estiércol, ya sabremos también con materiales construyó sus pesadillas. A partir de ahí, no necesitaríamos mayor protección, pero así está el oficio: se empieza haciendo apostolado político y se termina salvando al lector de sí mismo. Es lo que tiene el periodismo como catequesis, la fe indestructible en que no saber previene y combate todo tipo de tentaciones, sobre todo, las más improbables.