En efecto, el lunes llovió muchísimo. También por la noche en la Plaza de la Trinidad. Apenas había empezado el concierto de Cyndi Lauper y ya tenía el pelo mojado, pero Louis Armstrong fue repartidor de leche y estibador portuario con las mismas manos con las que aprendió a tocar la trompeta.
A mitad de concierto, ya me goteaba todo el cuerpo, pero Billie Holiday tuvo que ejercer la prostitución en las calles de Nueva York. Y al acabar la actuación de Lauper, el poncho de plástico ya había hecho síntesis con el resto de mi ropa de tal forma que era imposible separar el uno de la otra, pero Bessie Smith se pasó la vida tocando en todo tipo de clubes.
Para cuando Mavis Staples saltó al escenario ya apenas podía terminar los cigarrillos porque estos se desintegraban antes entre mis dedos mojados, pero Django Reinhardt vivió media vida en un campamento gitano, la otra media en una caravana y cuando se le quemó la mano, siguió tocando la guitarra únicamente con el índice y el anular.
A la cuarta canción de Mavis, ya no me funcionaba ni el mechero y tenía serias dificultades para impedir que la cerveza se me aguara, pero estaba actuando la hija de un señor que nació en la misma plantación de algodón en la que sus antepasados habían trabajado como esclavos.
El julio más pluvioso de la historia donostiarra ha desatado ya un debate en el que algunos piden un toldo para la Plaza de la Trinidad igual que pedirán crema bronceadora cuando toque vivir el verano más caluroso de los dos últimos siglos.
Los más audaces incluso reclaman un plan B que pasaría por duplicar la producción de todos los conciertos programados al aire libre, de tal forma que si llueve o amenaza con hacerlo la actuación se traslade al Kursaal, un lugar que ofrece las mismas prestaciones que cualquiera de las miles de salas idénticas que hay en el mundo, pero en el que no se puede ni beber, ni fumar, ni hablar, ni toser, ni bailar porque no deja de ser una franquicia clónica de todos los auditorios contemporáneos, en donde los conciertos dejan de serlo para convertirse en McConciertos.
En algún momento, el pijerío más rampante e intelectual secuestró las músicas que el populacho inventó en puticlubes, calles, corralas y antros, y no ha parado hasta la completa evisceración de cada una de ellas. Del jazz al tango, de la copla al fado, del flamenco al blues. El resultado es algo parecido a Diego El Cigala, Carlinhos Brown o a una película de Carlos Saura.
Por mi parte, me alegro de no palmarla sin haberme empapado antes escuchando canciones al aire libre. Lo más extraño es que todo esto acontezca en una ciudad cuyos habitantes se lanzan por miles a las calles todos los invernales 20 de enero para escuchar e incluso interpretar, algunos con lágrimas en los ojos, la tamborrada, esa murga.