Acostumbrados a que las revoluciones terminaran devorando a sus hijos, causa un cierto estupor ver cómo la actual vomita a su abuelo. Es como para empezar a sospechar que la revolución es una cosa que sucede mientras uno está ocupado, haciendo asambleas.
He aquí la escena: por un lado, Stéphan Hessel, autor de ‘¡Indignaos!’, el best-seller que es a los libros de autoayuda lo que los viajes en grupo a los viajes. Por otro, Pepe Blanco, inmerso en un cambiazo constitucional que parece el típico injerto de bótox en los labios que practican clandestinamente en algunas peluquerías.
En el imaginario 15-M, todo apuntaba a un choque de trenes, pero hete aquí que los dos se saludaron cordialmente, levantando un monumento inmortal al arte de la mediocridad. No hay constancia de que Pepiño hubiera coincidido antes en un mismo
plano con alguien que dice que quiere cambiar el mundo, una tarea que
parece tener más de bricolaje que de arquitectura. En cuanto a Hessel, habría que sancionar el mucho daño causado al 15-M al contagiarle el gusto por las vaguedades, las jeremiadas y los eslóganes de campo y playa.
Ahora que el nonagenario expresa su simpatías por Zapatero y su confianza en Rubalcaba, las acampadas se revelan de golpe y porrazo -valga la expresión- como un simulacro de urbanización de adosados para la clase media. Definitivamente, hay que leer Democracia Real Ya como lo que es: la más audaz proclama a favor de la Monarquía.
La ‘indignación’ no tenía líderes, aunque sí una musa que -ahora lo sabemos-, más que compartir sus sueños de transgresión, se afanaba en preparar el ajuar de boda para casarse toda de blanco. Suerte tendrá el 15-M si no acaba convertido en un musical de Nacho Cano. La situación es dantesca. Alguien debería convocar una asamblea.