Si damos por buena la premisa de que la gastronomía es un sustitutivo del sexo habrá que aceptar con resignación cristiana que aquí nos estamos saltando orgías tumultuosas. El maremágnum de libros, simposiums, charlas, conferencias, jornadas interdisciplinares y congresos filosóficos protagonizados por los cocineros amenaza con sepultarnos. Mientras tanto, el calendario se ha convertido en ese lapso de tiempo en el que a la fiesta del atún le sucede la beatificación de la alubia, en vísperas de la entronización de la guindilla.
A lomos de sus infatigables sacerdotes, el noble arte culinario ha mutado en una agresiva especie invasora cuya presencia en los medios se expande desde las páginas de cultura a las de sociedad, pasando por las de sucesos. En este tránsito, El Bulli que ha tenido que sacrificar su primitiva función en los altares del documentalismo peliculero del subgénero ‘el restaurante entendido como escuela de vida’. A este proceso absurdo que va de la cocina al plató se le llama pomposamente ‘capacidad de reinvención’.
Ahora, los mejores cocineros del mundo se han ido a Perú para reivindicar la naturaleza y el campesino, a condición de que ninguno de los dos logre colarse en sus establecimientos, prodigios tecnológicos al servicio de estómagos saciados, y mentes ávidas de nuevas experiencias estéticas en los entrantes y termoemocionales a los postres.
El comité desplazado al país andino ha redactado un texto que iba a denominarse ‘la declaración de Lima’, pero en un rapto de modestia lo han dejado en una sencilla ‘Carta abierta a los cocineros del mañana’, al fin y al cabo, qué mayor prueba de humildad que asumir la propia transcendencia interpelando de tú a tú al futuro, esa otra deidad.
De lo que ha trascendido del manifiesto se desprende que los cocineros no viven encerrados en sus laboratorios de marfil, ni son ajenos a los problemas de este mundo. Al contrario, lo observan con atención y ante el auge del papanatismo en sus diversas versiones, han decidido sumarse a la tendencia metiendo hasta el fondo la cuchara.
El resulta promete ser calamitoso. Sirva como ejemplo del nivel alcanzado el caso del experto japonés que tras una ardua investigación a pie de cama ha llegado a la sorprendente conclusión de que una buena alimentación en los hospitales contribuye a acelerar la recuperación de los pacientes. Ahí queda eso. Si esto fuera musica, estaríamos hablando de la canción del verano.
Ha llegado esa hora fatídica en la que en un restaurante de alta gama te puedes encontrar de todo menos a un cocinero. Su presencia en la cocina es inmediatamente interpretada en clave de desprestigio.
Sólo un restaurador con una agenda de medio pelo perdería el tiempo entre fogones cuando podría estar hablando de sí mismo en tercera persona del singular ante una audiencia pasmada a la que explicaría que lo importante es el producto y que todo esfuerzo acaba obteniendo su descomunal recompensa. “Yo soy la prueba viviente” es la frase que suele preceder a la ovación final.