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Alberto Moyano

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Yo, Garzón, sí… pero tú más

Ante las cámaras de televisión, Baltasar Garzón explicó ayer que el concubinato entre jueces y abogados en congresos y estancias pagados por estos últimos es habitual; sostuvo que la judicatura premia o penaliza a sus miembros en función de sus opiniones políticas; aseguró que la asistencia a cacerías en régimen de todo incluido por parte de miembros de altos estamentos del estado forma parte del orden natural de las cosas; dejó caer, como quien no quiere la cosa, que hay jueces que firman sentencias que no han leído o, peor aún, que hay jueces que manipulan fallos ya firmados; que la práctica de saltar de la judicatura a la política y sin solución de continuidad, volver a la judicatura es de hecho un deporte nacional; y que, por supuesto, en España se tortura, pero lo normal. A este último respecto no aclaró por qué razón se convirtió en el juez instructor favorito de quienes supuestamente realizan estas prácticas delictivas, ni cuántas veces prorrogó el régimen de incomunicación de los detenidos -a sabiendas de que “en todos los países se tortura”-, ni si alguna sola vez en toda su carrera anuló un testimonio autoinculpatorio, dadas las circunstancias de incomunicación.

A estas alturas, el inadvertido espectador que creyera estar asistiendo a una proyección de ‘Lo imposible’ podría haber optado por desmayarse en un gesto de prudencia, pero si lo hizo, se perdió lo mejor. Garzón comentó que una abogada de la izquierda abertzale -cuyo nombre, por supuesto, omitió- le confesó que le había denunciado por un caso de torturas en un sumario al que era ajeno, aunque olvidó explicar por qué el tribunal admitió a trámite la denuncia y por qué no se querelló de inmediato contra la letrada. Y ya lanzado, Garzón no se quedó ahí: afirmó sin que le temblara la voz más de lo habitual que la crisis que vivimos constituye un delito de lesa humanidad, con responsables concretos, aunque ninguno de ellos llegó a ser citado nunca a declarar en el juzgado de instrucción número 5 de la Audiencia Nacional.

En definitiva, Garzón mostró su indignación por el hecho de ser el único juez de España al que no se han permitido cometer las tropelías inherentes a su profesión y denunció que buena parte de quienes le encumbraron como ‘el juez campeador’ constituyen una suerte de “caverna mediática” -y aquí fue imposible no acordarse de Arzalluz y su Brunete mediática-. En el caso de cualquier otro, todas estas confidencias hubieran requerido el uso de cámara oculta, pero la existencia de Isabel Coixet o de ‘Salvados’ hace innecesaria la artimaña. Garzón está enamorado, no de sí mismo, síno de algo mucho peor: de la imagen que le devuelve la pantalla, a pesar de que, deduciéndole testimonio, ésta refleje a un hombre que durante 22 años vio amanecer encaramado a lo más alto de una inmensa montaña de basura.

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