De entre todos los personajes terroríficos que alumbra nuestra sociedad ninguno resulta tan pavoroso como ese hombre feliz que cada vez que repasa su vida -y eso es algo que hace continuamente- extrae del absurdo existencial un relato coherente y preñado de sentido, en el que se empieza desde abajo y mediante la adecuada combinación de esfuerzo, sacrificio y habilidades sociales, se alcanzan todas las metas. La vida como candidata al Oscar al mejor guión adaptado.
Miguel Santos encarna a la perfección el cliché. Autosatisfecho hasta el paroxismo, su bronceado es fruto de la autocombustión que le producen las apasionadas relaciones que mantiene consigo mismo desde ya no recuerda cuando.
Nuestro hombre dice que empezó vendiendo biblias y ahí probablemente aprendió muchas cosas, aunque ninguna tan útil como la certeza de que siempre existirá gente ávida por creérse cualquier cosa. En cuanto a las biblias, nunca ha dejado de venderlas. Si acaso, en un rapto de modestia, comenzó en algún momento a narrarla en primera persona. También vendió aspiradores, de cuyas aplicaciones extrajo, sin duda alguna, un principio: máximo beneficio con el mínimo riesgo.
Alguien decidió un día aplicar las enseñanzas de la empresa al mundo del deporte y de ahí salió el concepto de derechos de imagen aplicados a unos jugadores que, en esencia, no se diferencian demasiado del friki medio. Santos, en cambio, ha llevado sus conocimientos sobre los suburbios económicos del deporte profesional al ámbito de la empresa.
Bajo el titular “el telefonista es tan clave como el gerente” -no sólo una inmundicia desde el punto de vista salarial, sino un ingenuo anacronismo en los tiempos del call center-, Santos imparte hoy en DV las líneas maestras de su lección magistral y, en efecto, la colección estremece.
Una macedonia construida a base de liderazgos por aclamación, ímpetus irreprimibles, arrebatos constructivos, entusiasmos indesmayables, fe inquebrantable en las propias fuerzas y el resto de factores que, juntos o por separado, se encuentran detrás de casi todas las catástrofes de origen humano.
Desde una perspectiva benevolente, que semejante liturgia se haya colado en las entretelas de la economía podría atribuirse a la desesperación generada por la crisis, pero como no me pagan por mentir, confesaré que apuesto por la explicación inversa: la prosopopeya del ‘power point’ nos trajo hasta aquí. Para hundir el ‘Titanic’ no basta con un iceberg: también hace falta un capitán adicto a la velocidad convencido de que sabe lo que se trae entre manos.