Hubo una época en la que había alguna emisora de radio que tenían acreditado a un fotógrafo para todos los partidos que jugaba la Real en Atotxa con el único objetivo de que el ‘amiguete’ viera los encuentros en régimen de gañote.
Veinte años y un día después, los clubes de fútbol ya no dejan acceder a los estadios ni al locutor de cabecera, ni a la banda de rapsodas encargada de glosar las gestas futbólísticas de los héroes del césped, excepto el previo pago de un canon audiovisual.
Esta estricta observancia de los principios de la economía yonki ha alumbrado ya piezas periodísticas imborrables, en las que el agraviado hace un emotivo recuento de las innumerables ocasiones en las que, a lo largo de su dilatada carrera, claudicó de su condición de periodista deportivo para pasarse al bando de los propagandistas.
“Hice cuanto pude por ayudar al club”, alega sin asomo de vergüenza el arriba-firmante de este nuevo género periodístico. Curiosamente, fue el periodismo deportivo el encargado de acuñar la desafortunada expresión “soy un profesional como la copa de un pino”, el material con el que se construyen los féretros.
En lo que respecta al deporte en general y al fútbol en particular, el peor insulto que se le puede asestar a un periodista no es negar su profesonalidad, sino poner en duda su amor a los colores, situando las exigencias afectivas del redactor muy por encima de las reclamadas a los propios futbolistas, al fin y al cabo, mercenarios de bien.
En este clima de incesto, se ha fichado a precios desorbitados a ejércitos de tuercebotas y se ha subido al primer equipo a una suerte de transgénicos defectuosos que eran presentados como el orgullo de la inagotable cantera -en vísperas de que huyeran al equipo rival-, y la sublimación de todas las esencias futbolísticas, ya fuera en entrega -los más inhibidos-, en profesionalidad -asiduos a discotecas- o en destrucción del juego -el propio-.
Ahora, las necesidades económicas aprietan, por las dos partes. El estrépito mediático que ocasiona el fichaje de un jugador sólo es comparable al que desencadena el de un locutor por otra emisora. Con suerte, uno de los dos negocios podrá seguir viviendo por encima de sus posibilidades, pero en ningún caso los dos, y en este conflicto de intereses, todo apunta a que los medios de comunicación constituyen el eslabón más débil.
Si ni siquiera les dejan retransmitir los partidos a través de la televisión, a las radios les queda el recurso a la imaginación, ese territorio en el que el Barça siempre firma los mejores empates, el Madrid encarrila los encuentros a base de penalties injustos y la Real es ese equipo en permanente estado de crecimiento.
Con esos mimbres se puede confeccionar un relato. No será mejor que el auténtico, pero se le parecerá mucho y saldrá más barato. En desagravio, los medios deberían renunciar a ejercer esa función bastarda que es ayudar a los clubes a vender más camisetas.