Noche cerrada. El plano nos acerca la imagen de un inquietante edificio. No es el hotel Overlook, sino el Palacio de la Zarzuela. Hay luz en una de las ventanas, sin embargo sabemos que no es El Pardo. A través de los cristales, la cámara nos muestra a un hombre trajeado y de aspecto desenfadado, entregado a la lectura de unos folios que se adivinan apasionantes, por mucho que estén al revés. De repente, estamos en el interior del habitáculo, suenan las campanadas de un reloj de pared y el hombre deposita las hojas sobre la mesa en la que está apoyado, clava su penetrante mirada en la cámara y, sin pausa alguna, se lanza en picado en un enloquecido parloteo. No es ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’, sino el mensaje navideño del rey.
Antes de seguir, remarcar que el soberano aparece medio sentado sobre la mesa, “para lanzar el mensaje de que sigue trabajando”, a dónde ha caído la imagen del dinamismo. 2012 es el Hiroshima de la monarquía española. Antes de Letizia, nos hubieran dicho que el gesto obedecía a que la vetusta mesa cojeaba. En cualquier caso, don Juan Carlos evidencia que el ajetreado año no le ha dejado secuelas: conserva todo el aspecto de alguien reconcentrado en la lectura de un texto cuyo sentido último se le escapa.
Habla de la política con mayúsculas -que viene a ser a la función pública lo mismo que la caza mayor a la caza-, muestra su preocupación por las personas “que se levantan cada día con sensación de inseguridad y desánimo por (…) la falta de trabajo y las inciertas perspectivas” -en lo que constituye un nítido guiño de complicidad hacia a su heredero-, y remata con una afirmación que ilustra la enigmática relación que desde hace décadas mantienen su asignación presupuestaria y el patrimonio acumulado: “Austeridad y crecimiento deben ser compatibles”. Sin duda, lo son. En cuanto a su llamamiento a la unidad, tuvo efectos fulminantes en PP y PSOE, que aplaudieron a rabiar el discurso, especialmente, en el tramo en el que hacía referencia al descrédito de los partidos.
Los estudios de audiencia volvieron a demostrar que nueve de cada diez dentistas sin azúcar vieron el mensaje del rey. Se habla incluso de que alguno de ellos lo entendió. Como en las peores pesadillas totalitarias, la imagen de todo el país viendo el discurso, cada cual en su cadena favorita como corresponde a un estado de derecho, se impone sobre cualquier interpretación que se pueda hacer sobre su contenido, un huecograbado en el que las omisiones siempre resultan más elocuentes que las alusiones. El rey tiene mucho que decir, aunque no se le entienda gran cosa. Tampoco importa demasiado: desde hace años, la audiencia le oye, pero no le escucha.