Alberto Moyano
Hay una pareja de jóvenes que cruzan a diario de la ciudad en autobús de línea. Los dos van -viven habría que decir- en sillas de ruedas motorizadas. Probablemente, tienen parálisis cerebral o algo parecido. Cuando hablan, de sus gargantes salen unos sonidos ininteligibles para quienes no tienen un contacto diario con ellos. Su relación puede ser cualquier de las que entre entre el enamoramiento y la simple compañía. El martes tienen la mala fortuna de subir al autobús 13 línea Altza que a eso de las diez de la noche hace parada en el Boulevard.
Antes de bajar la rampa que permite el acceso al vehículo para las sillas de ruedas, el chófer comienza su letanía, en voz alta y con una dicción perfecta: “Joder, ya están aquí estos dos. Siempre me tocan a mí. Menuda mierda”. El ‘rosario’ prosigue a base de gestos y lamentos gruesos cuando las dos sillas entran en el bus. La primera, ocupada por la chica, se coloca rápidamente en la posición reservada a tal efecto en el vehículo, pero la del chico tiene dificultades para maniobrar o quizás es que ya no cabe.
Raudo, el chófer gira la cabeza: “¿Qué cojones haces ahí en medio?” ¡Ya puedes quitarte de ahí porque no arranco”. Los dos jóvenes exhiben su discapacidad, cada vez más nerviosos, a base de gesticulaciones y sonidos indescifrables, mientras él intenta acomodar la silla de forma que permita el tránsito de pasajeros por el pasillo y el resto del pasaje aguanta la respiración.
Finalmente lo consigue. Mientras, una mujer extrae de la bandolera de la joven el bonobus y lo pica en la máquina. El conductor concluye el minucioso proceso de humillación en público: “Ya os he dicho varias veces que lo que tenéis que hacer es viajar en distintos buses, joder”. Acto seguido, arranca el vehículo. De lo que a partir de ese momento acontece en su interior, no hay noticia.