Alberto Moyano
El centenario de Jorge Oteiza resulta inabordable por la magnitud del personaje y, sobre todo, de sus contradicciones. Los fastos se inauguraron ayer con el homenaje tributado por el Gobierno Vasco, un ente despreciado hasta el infinito en vida por el homenajeado.
El acto recordó a algunas escenas de ‘La gata sobre el tejado de zinc caliente’, en el que los nietos del patriarca familiar le cantan ‘cumpleaños feliz’ y otros temas infectos a la menor ocasión, siguiendo las instrucciones precisas de su madre. Ni que decir tiene que el abuelo se pasa la película huyendo de esos niños a los que llama “monstruitos cuellicortos”.
Los ríos de tinta que correrán estos días en torno a Oteiza no aclararán gran cosa o, mejor dicho, confirmarán todo lo que fue: genial y banal, egoísta y generoso, solitario y gregario, amable y arisco, desprendido y agarrado, osado y cobarde, nítido e indescifrable, sociable y ensimismado, vasco y universal. En todo caso, una gran turbulencia de aire que cruzó el siglo y cuyos desestabilizadores efectos aún persisten.
Es probable que nadie complete el rompecabezas ni logre desentrañar el misterio. El tópico obligaría a decir que sólo su obra lo hará, pero seguramente ni por ésas.
Por lo demás, la efeméride ya ha dejado la primera anécdota: el comunicado distribuido el pasado domingo por el Ayuntamiento de Orio recogía unas declaraciones de una conocida de Oteiza en las que aseguraba que a Jorge le encantaban “los sexos de ternera con limón”.