Somos modestos en nuestras aspiraciones: tan sólo queremos todo. En materia seguridad, esto se traduce en que no nos conformamos con nada por debajo de la seguridad total. En cualquier otro aspecto, significa que si invertimos en sellos y la filatelia se derrumba, el estado deberá devolvernos el dinero con cargo a las arcas públicas. Si, por el contrario, el sello se dispara, silbaremos distraídamente la sintonía de ‘Verano azul’, por poner el caso, mientras nos embolsamos los beneficios.
Centrándonos en el primer tema, la violación de una joven en el barrio donostiarra de Riberas de Loyola la pasada semana ha alumbrado extravantes hipótesis en torno a la existencia de “zonas oscuras” de la ciudad. La excusa ha servido para desenterrar incluso documentos históricos -o histéricos-, como aquella enormidad que Plazandreok elaboró hace una docena de años bajo el estimulante nombre de ‘Mapa de la Ciudad Prohibida’.
El hecho de que este tipo de incidentes se produzcan en intervalos de meses o años en la capital guipuzcoana, de que el presunto culpable haya sido detenido y encarcelado en el plazo de 72 horas, y de que cientos de mujeres pasen a diario todos los días del año sin mayor incidencia por esos “puntos ¿negros?” convierten esta alarma más en un ejercicio de voluntarismo periodístico que en un arrebato de ñoñería.
Como en el caso del terrorismo internacional, cuya prevención recomienda adoptar la posición genuflexa en los controles de aeropuerto, la insistencia con la que se denuncia este tipo de delitos estimula el pensamiento más conservador, traducido en pedir más luces en las calles, más cámaras en los ascensores, más comisarías en los barrios. En ambos casos, la palanca es el miedo; la solución, una seguridad total imposible de alcanzar.
El riesgo en este asunto es que te disparen una ración de “eso lo dices porque no le ha pasado a tu hermana”, lo cual, por otra parte, es tan cierto y absurdo como ese otro exabrupto consistente en recordar que “yo pago mis impuestos”.