Alberto Moyano
Digan lo que digan, hoy celebramos la festividad de San Alberto Ormaetxea. Si es un lugar común reconocer que el entrenador eibartarra ha encarnado como nadie las virtudes que los guipuzcoanos nos atribuímos, es igualmente justo reconocer que el hombre fue víctima también de nuestros peores defectos colectivos,. Algo a medio camino entre el somorrismo extremo y la mezquindad. Por concretar, recordemos esa especie de papanatismo que nos hace contemplar con escepticismo los éxitos de nuestro vecino y magnificar hasta el baboseo los del visitante.
En este sentido, entre las peores especies que han circulado durante décadas alrededor nuestro figura en un lugar destacado aquélla de “se encontró un equipo hecho”. Falsa apreciación de quienes quizás no seguían de cerca al Sanse de la época y que el propio Pello Uralde podría desmontar con tan sólo relatar cómo Ormaetxea convirtió a un centrocampista en el máximo goleador de la Real en la campaña del Segundo título liguero. Es sólo un ejemplo. Hay más. En todo caso, no se encontró Ormaetxea un equipo hecho, sino más bien deshecho por las lesiones, la campaña 82-83 en la que la Real llegó a las semifinales de la Copa de Europa y cayó previo atraco arbitral ante el Hamburgo, a la postre, campeón. Deportivamente hablando, a día de hoy es la cima en la historia blanquiazul. Conviene recordarlo.
La Real de principios de los ochenta conjugó con éxito calidad, inteligencia y trabajo sordo. Ahora, las escasas veces que un realista consigue reunir estos activos, pongamos un Kovacevic, por ejemplo, aplaudimos a rabiar pero en el fondo sabemos que todo eso sólo es metadona para nuestra nostalgia.