Era una estudiante universitaria que acudía regularmente a clase. Se situaba en primera fila para no perderse detalle del profesor. Hacía sus deberes puntualmente y se relacionaba con la gente como su constante timidez se lo permitía.
En una de las asignaturas había que reunirse en grupos reducidos que contrastaban con la masificación diaria del aula magna. Y ahí empezó a manifestársele el problema a Irene (nombre ficticio).
Los alumnos se sentaban en círculo en sencillas sillas donde todos se veían y a Irene su pierna derecha se le disparaba hacia delante en un incómodo “tic” nervioso. “¿Cómo puedo hacer para que no lo vean?”-pensaba ella.
Cuando llegaba el temido día de la reunión, Irene se tensaba y no podía relajarse en clase porque estaba alerta y pendiente de en qué momento iba aparecérsele el “tic”. Oscilaba entre mirar a su pierna con fijación y hacer como si no existiera, a ver si pasando de ella la cosa desaparecía. Pero ninguna de esas actitudes conseguía impedir que la pierna se le disparase y que resultase obvio su nerviosismo.
Entonces, Irene pensó que sería mejor que cuando se sentara en el grupo se sujetara la pierna juntando sus manos alrededor de la rodilla. Así, creía ella, que la presión ejercida con las manos conseguiría frenar el “tic”. Pero ni por esas; éste seguía mostrándose contra todo viento y marea por mucha presión que ejerciera. Pareciera que el “tic” tuviera vida propia y se rebelara contra toda imposición.
Cansada de luchar contra él, se dio cuenta de que todo lo que había probado hasta ahora no le había dado resultado y que sólo le quedaba una cosa por hacer: rendirse. No significaba que ahora le daba igual que le vieran con el “tic”; no, seguía sintiéndose incómoda cuando aparecía, pero dejó de agarrarse la rodilla entre sus manos.
Por contra, se sentó como siempre, en círculo y se dejó internamente estar con lo que le saliera, imaginando la situación más que probable de que su pierna se disparase.
Y ahí estaba otra vez el “tic”, sólo que Irene estaba preparada: ya no le pilló asustada y tensa sino algo más relajada. “Sé que me han visto y no me hace gracia, pero no me voy a machacar por ello”,” sé que debería estar más tranquila pero me dejo estar en paz si no es así”.
Curiosamente, esta actitud propició el cambio. Irene se permite delante de los demás que se le vea la pierna y ésta va dejando, poco a poco, de hacerse notar. Ya casi no recuerda cuándo dejó de aparecer ese “tic” que tanta energía le consumía.
Esta historia real-aunque modificados ciertos datos- ilustra cómo no precisamente el luchar por cambiar algo de nosotros mismos nos va a ayudar, sino el dejarnos de aferrar incluso a cambiar. Eso sí, con consciencia.
Seguiremos…Belén Casado Mendiluce