Desde que era niño se me ha considerado un inadaptado. Nadie parecía entenderme. Mi propio padre me dijo en cierta ocasión: “No estás lo suficientemente loco como para encerrarte en un manicomio ni eres lo bastante introvertido como para meterte en un monasterio. No sé qué hacer contigo”.
Yo le respondí: “Una vez pusieron un huevo de pata a que lo incubara una gallina. Cuando rompió el cascarón, el patito se puso a caminar junto a la gallina madre, hasta que llegaron a un estanque. El patito se fue derecho al agua, mientras que la gallina se quedaba en la orilla cloqueando angustiadamente. Pues bien, querido padre, yo me he metido en el océano y he encontrado en él mi hogar. Pero tú no puedes echarme la culpa de haberte quedado en la orilla”.
En otros post estoy haciendo hincapié en abrirnos a lo que somos, y eso se hace con tres requisitos: silencio, soledad y libertad. Los tres están íntimamente unidos y se necesitan mutuamente.
No es posible entrar en el camino de encontrarse a uno mismo desde la prisa y la agitación, sin saber estar a solas con uno y dependiendo de las opiniones o el agradar a los demás.
La libertad es siempre libertad interior, es decir, que uno no es libre porque pueda hacer muchas cosas, si su economía y tiempo se lo permiten, sino que es libre porque se va des-apegando de todo. No significa que no maneje dinero o no tenga posesiones -con medida, claro- sino que no pone en el exterior su bienestar ni depende de que le vayan bien las cosas para estar bien, razonablemente.
El desapego hace referencia no sólo a lo material o a las circunstancias externas sino a lo afectivo. Es ahí donde experimentamos la mayor dificultad. Me aferro a lo conocido -amistades, pareja- aunque no me guste porque me da “seguridad”, pero esa seguridad tiene los pies de barro.
La libertad se siente cuando puedes ir tomando conciencia de los miedos que te atenazan y mirarlos de frente. Cuando sientes que tienes miedo a volar, a estar solo, y no te convences con argucias intelectuales para no tenerlo, sino que lo vives, pasas por él para así liberarte de él.
Suelo acordarme de cuando atravieso un túnel sin iluminación y lo incómodo que resulta pasar por él cuando he dejado atrás la luz de la entrada y no veo la de la salida. Pero sé que no por caminar en la oscuridad dejo de caminar. Aunque no sepa por dónde voy, eso forma parte del camino. Aunque lleguen noches oscuras estoy aprendiendo sin saber cómo.
¡Qué libertad se siente cuando te afectan las cosas, sí, pero no te desbordan. Cuando sueltas amarras para no tener todo controlado en tu vida, incluido el futuro, y te das cuenta de que puedes seguir viviendo!
Es la libertad primera y última, la interior, la que sientes que puedes comerte el mundo sin salir de tu casa.
Caminaremos…Belén Casado Mendiluze /belencasado@terra.es