Irati había decidido irse a vivir al campo. Estaba cansada del ritmo frenético de la ciudad y había conseguido trabajo en un pueblo cercano. Se había instalado en una casa alquilada con vistas al bosque y disfrutaba dando largos paseos y charlando con los vecinos en el pueblo ya que no había mucho más que hacer para pasar el tiempo.
Los amigos y familiares que le iban a visitar se alegraban de verla tan alegre y feliz, muy diferente de como vivía antes en la capital. Sin embargo, su hermano, al que le unía un gran afecto, se mostraba triste y callado en sus visitas. Mikel estaba pasando por una mala racha ya que acababa de vivir una separación traumática e Irati se daba cuenta de ello.
“¿Por qué no te vienes una temporada a vivir conmigo? Tienes ahorros y puedes seguir trabajando desde casa con el ordenador. Seguro que esta tranquilidad te sienta bien después del mal trago que has pasado.” -le comentó.
A Mikel no le pareció mala idea. Siempre había admirado el arranque de su hermana para tomar decisiones y pensó que una temporada lejos de los problemas le vendría bien. Se llevaba bien con ella y la convivencia no supondría mayor problema, pensó.
Sin embargo, a las dos semanas de estar allí, Mikel no podía más. Se sentía como una animal enjaulado aunque tenía todo el espacio del mundo a su alrededor. No tenía gran cosa que hacer para distraerse y el silencio le resultaba abrumador, acostumbrado como estaba a los ruidos y las prisas.
Irati no sabía qué hacer para tranquilizar a su hermano y decidió proponerle salir juntos de paseo por el bosque cercano. Se adentraron en el sendero y, cuando llevaban un rato andando, de repente, se oyó una voz a lo lejos que gritaba pidiendo auxilio: “Socorro, socorro” –se oía gritar.
Sin pensárselo más veces, aceleraron el paso hacia donde surgía la voz con la intención de prestar ayuda. El grito seguía oyéndose hasta que llegaron a un claro del bosque en el que cesó la voz. Y ahí, en medio del descampado, había un hombre tranquilamente sentado en el suelo esperando a que se acercaran.
-¿”Qué le pasaba, buen hombre? Nos ha dejado preocupados” -le comentó Mikel.
– “Mis gritos eran la manera de llamar tu atención. He venido a este lugar para hacerte unas preguntas. Dime, amigo ¿qué sentías mientras venías corriendo hacia aquí?” -le preguntó el hombre.
-“Sólo pensaba en ayudar a la persona que gritaba” -le respondió Mikel.
-“¿Y si hubieses sido tú quién hubiese gritado, supongo que habrías deseado con todas tus fuerzas que alguien viniera a ayudarte, verdad?”-le volvió a preguntar.
– “Supongo que sí. ¿A dónde quieres ir a parar?”- le inquirió Mikel.
– “Es tu corazón el que lanza gritos de socorro y tú no le haces caso. Cuando sientas la urgencia de ayudarte a ti mismo como corrías antes viniendo hacia aquí por mí, entonces, encontrarás la manera de estar en paz. No hay nada más importante ahora que tú.” – le contestó el hombre.
Mikel se quedó aturdido con las palabras que había oído. Había corrido sin pensárselo dos veces para ayudar a alguien que no conocía cuando era él mismo quien estaba angustiado y no hacía nada por hacer caso a lo que sentía.
Volvió con su hermana a casa. Se quedó en silencio a solas en su habitación y…empezaron a brotar lágrimas de sus ojos de tanto dolor acumulado. Se abrazó a sí mismo con cariño y se dejó descansar sobre su cama hasta…que se quedó dormido.
Autora: Belén Casado Mendiluce
Caminamos…Belén Casado Mendiluce