En aquella familia hacía tiempo que cada uno hacía su vida sin contar con los otros. Los hermanos, ya independientes, muy de vez en cuando se llamaban entre sí para saludarse y saber del otro.
Los padres, que seguían viviendo, organizaban comidas en su casa en torno a las cuales se juntaba toda la familia. Pero, conforme pasaban los años, cada vez los hermanos ponían más excusas para acudir a las reuniones familiares, hasta que se dejaron de celebrar.
Los padres deseaban que hubiera más trato entre sus hijos pero se daban cuenta de que ya no podían hacer nada al respecto, así que se contentaban también con llamarles por teléfono para hablar con ellos.
Un día, se acercó hasta su casa el hijo mayor para pedirles que le dejaran vivir una temporada con ellos ya que tenía intención de separarse de su mujer. Los padres, sin dudarlo, le dijeron que sí y volvieron a acomodar la antigua habitación de su hijo mayor.
Pero la convivencia empezó a hacerse insoportable muy pronto. No colaboraba en las tareas de la casa, entraba y salía de ella como si fuera una pensión y no compartía con los padres más que los momentos de las comidas en los que, además, ponía la televisión.
Entonces, los padres decidieron hablar con su hijo sobre lo que pasaba en casa.
-“Hijo, estamos cansados de que tu presencia en esta casa sea todo menos participativa. Te limitas a que te den todo hecho y a poner la televisión mientras comes. ¿Por qué no haces un esfuerzo por compartir más con nosotros?
-“A mí tampoco me gusta que discutáis entre vosotros todos los días y acabéis enfadados, así que prefiero no oír vuestras discusiones poniendo la televisión.” –le contestó el hijo.
-“Pero entre tu madre y yo llevamos toda la vida así, así que ni le damos importancia ni vamos a cambiar después de tantos años juntos” –le respondió el padre.
-“Tienes razón, Aitá, no puedo pretender haceros cambiar. Lleváis tantos años con ese mal rollo entre vosotros, que todos nosotros hemos acabado por marcharnos de casa. Os sorprendéis de lo poco unida que es nuestra familia. ¿Acaso lo sois vosotros? No os quiero culpabilizar de nada, pero no nos pidáis que nos tratemos con afecto cuando vosotros no os aguantáis” –le respondió el hijo.
Aquel día, los padres entendieron por qué ya no tenían reuniones familiares. Así que decidieron que, por lo menos, cuando vinieran los hijos a casa de visita dejarían de discutir delante de ellos.
De manera que cuando aparecían los hijos, los padres apenas hablaban entre sí porque se tenían que morder la lengua para no meterse el uno con el otro. Pero el silencio de ellos… sirvió para que los hijos empezaran a hablar en las reuniones y a interesarse entre los hermanos. Nunca el silencio de unos… sirvió tanto para la comunicación de otros.
Autora: Belén Casado Mendiluce
Caminamos…Belén Casado Mendiluce