La tristeza se hace sentir en tu cuerpo sin que te des cuenta y sin saber por qué te sientes así.
Sigues con tu día a día porque no tienes tiempo para pararte y saber qué te pasa.
Total, no será nada importante, una tontería pasajera, y no merece la pena que pierda el tiempo en ello, te dices.
Pero la tristeza sigue ahí presente.
Agazapada.
Escondida.
Esperando salir a la menor oportunidad que tenga de que tú te pares y te prestes atención a ti mismo.
Entonces, vuelve a hacerse de notar y resurge como si siempre hubiera estado ahí, sin desaparecer.
Presente.
No por no hacer caso a lo que sientes, esto desaparece.
Sigue estando ahí.
Llamándote a la puerta para que lleves tu mirada a ella y le hagas caso.
Cuando, por fin, le prestas atención a tu tristeza, no sabes qué hacer con ella, se te escurre de las manos, como si fuera arena de la playa.
En realidad, te incomoda, te duele sentirla porque no es plato de gusto y tú quieres sentirte bien.
Siempre bien.
Tu tristeza sólo quiere que la sientas, sentado en un sofá o andando tranquilamente.
Tú y ella a solas.
Necesitas parar, dejar de hacer cosas en todo momento y dedicarte un tiempo.
Solo a ti.
Cuando por fin la sientes, te acuerdas de los momentos en los que te invadió, y se quedó como un poso dentro de ti.
Como el poso del azúcar en el vaso, que se queda en el fondo,
Reposando.
Y que ahora ves.
Identificas tu sentimiento de tristeza, entiendes de dónde viene y el mensaje que te quiere transmitir.
Escúchame, compréndeme y acógeme.
Porque acoger no es pretender que algo se vaya, sino dejarle estar a tu lado.
Dándole la mano.
Tú y ella juntas.
Y así esta tristeza ya no se siente sola, dejada de lado, a oscuras, en un rincón de ti.
Ahora has proyectado la luz de tu consciencia sobre ella y comprendiéndola, puedes comprenderte a ti mismo.
Sin sombras ni soledad dentro de ti.
Tú mismo.
Caminamos…Belén Casado Mendiluce
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