Ana tenía una casa preciosa con amplio espacio rodeada de un jardín en el que disfrutar de la naturaleza. Desde sus ventanas se veían los árboles cercanos y la vista se perdía en el horizonte.
Solía recibir con frecuencia a gente en casa porque le gustaba compartir veladas hablando de cómo les iba la vida a cada uno. En realidad, se sentía acompañada aunque vivía sola sin más compañía que su perrito maltés.
Un día llamaron a su puerta cuando acababa de comer. “¿Quién es?”- preguntó. Un hombre de aspecto tranquilo le contestó: “Perdone que le moleste, pero sería tan amable de decirme dónde puedo encontrar la Iglesia del pueblo más próximo?” Dándole las indicaciones, Ana no pudo evitar preguntarle: “Y si no es indiscreción, ¿para qué desea usted visitar la Iglesia si no tiene apenas interés?” “Es que voy a quedarme en ella para meditar en silencio” – le respondió el hombre.
Ana se quedó intrigada y como solía darse un paseo todos los días, a la mañana siguiente decidió variar su recorrido y encaminarse hasta el pueblo. Quería ver con sus propios ojos qué es lo que hacía el hombre en la Iglesia. Se lo encontró sentado con los ojos cerrados sin moverse. Ana se quedó a su lado también en silencio y, al cabo de un rato, el hombre abrió los ojos y le miró. Su mirada tenía una profundidad especial, como si viniera de otro sitio.
“¿Qué es lo que busca?” – se atrevió a preguntarle Ana. “No busco nada. Sólo estoy en silencio conmigo mismo” – le contestó. Como Ana sentía curiosidad por la presencia del hombre, decidió invitarle a cenar a su casa. “Seguro que la velada promete ser interesante” –pensó. El hombre aceptó gustosamente.
Aquella noche, sentados a la mesa en silencio, Ana experimentó una compañía que no había sentido antes. El hombre apenas hablaba y, sin embargo, a Ana ese silencio le sorprendió que no le incomodara, acostumbrada como estaba ella a tertulias casi interminables. El hombre emanaba una presencia que llenaba el espacio sin necesidad de articular palabra.
Ana decidió preguntarle: “No te conozco y, sin embargo, tu manera de estar me hace sentirme tranquila y relajada. Dime, ¿de dónde sacas tu paz”. “Del mismo sitio que tú, del interior” –le respondió. “Llevo todo la vida buscando lo que tú transmites, ¿me podrías enseñar?” – le volvió a preguntar Ana. “Por supuesto, pero antes debo saber si estás preparada. Deja de tener las tertulias interminables de amigos y vuelve dentro de un mes” –le contestó el hombre.
Ana se quedó sorprendida por lo que le había pedido pero se decidió a cumplirlo: no iba a echarse atrás por algo tan simple, pensó. Al cabo de un mes volvió a la Iglesia a encontrarse con él. “Dime, Ana, cómo te has sentido”- le preguntó el hombre. “No pensaba que necesitaba tanto hablar. Estaba como un animal enjaulado, no podía parar quieta” –le dijo Ana. “No te puedo enseñar lo que no estás preparada para ver. Tú ahora no sientes la necesidad de estar en silencio, sino sólo quieres conseguir estar en paz. La paz no se consigue, Ana, como quien alcanza un objetivo. Cuando seas capaz de estar a solas en silencio sin depender de los demás, estarás preparada para aprender.” –le contestó el hombre.
Ana se volvió a su casa despacio y sin prisas. Se había dado cuenta de que primero tenía que aprender a callar para escuchar en silencio lo que surgía de su interior.
Autora: Belén Casado Mendiluce
Caminamos: Belén Casado Mendiluce