Yo quería escribir una novela. Pero el deseo aparecía en los momentos más inoportunos y nunca se zanjaba. No sé cuándo surgieron las ganas. Pudo ser en los días de inicio del verano, cuando mi padre dejaba a un lado la visión esforzada de la vida y nos compraba un libro de Los Cinco, que leíamos en las tardes sin brisa y persianas bajadas del verano de Lodosa. También pudo nacer en los veranos donostiarras, cuando acudiamos andando a la biblioteca al aire libre de Kutxa en La Perla y bajo los toldos sonaba el aviso de la hora del cierre.
Pudo llegar, por qué no, con las primeras paralizaciones creativas, cuando la víspera de la entrega de una redacción mi hermana mayor me sacaba del apuro con una invención de marcianos que aparecían en los espacios domésticos y que daban cuenta de una imaginación que yo no había demostrado.
Mis ganas de escribir no tienen que ver sólo con la letra impresa. Anclaron quizás un día de verano, again, en el que ocupaba mi sitio a la mesa. Mamá abrió entonces el frigorífico y sacó una fuente de loza alargada y blanca. Cuando probé aquellas patatas con mayonesa -tengo que practicar esta receta- ocurrió algo que más adelante trataría de investigar.