Cuando acabamos octavo de EGB -sí, esas siglas existieron- tuvimos que cambiar de colegio. Fue nuestra primera despedida importante. ‘Por qué perder las esperanzas de volverse a veeeeeeeeeeeeeeer’, ya sabes. Pero los acontecimientos se precipitaron. Nuevo colegio. Nuevo uniforme. Aquel centro parecía más moderno. Las alumnas acarreaban guitarras, los festivales musicales tenían nivel y en la capilla -en eso no habíamos cambiado- una bella estudiante cantaba a capella.
Cinco chicas destacaban en aquel marasmo de estrógenos de la postadolescencia. Tenían repertorio propio de canciones heredadas de un club de montaña de larga tradición. Era un grupo chispeante y alegre, acostumbrado a la acción. Con ellas empezamos los cursos de euskera, dormimos en bordas tras interminables recorridos con la mochila y adoptamos la costumbre de escribir un diario, tarea de moda en aquel ambiente.
Una de estas chicas, paciente, comprensiva y responsable, ha muerto el fin de semana. Su foto aparecía el lunes en una esquela del periódico. Seguía sonriendo con los ojos. Un arte no muy extendido. Era su estilo.