Pertenezco a una familia que siempre ha cambiado los regalos. ‘Descambiado’, que dicen algunos. Cuando ingresé en una nueva familia empecé a descubrir que muchos humanos no tienen este gen. No me di cuenta entonces, pero seguro que, al conocer mi costumbre, me miraron como a un bicho raro desagradecido. Con el tiempo me he ido quitando de este vicio. Y guardo en el armario las cosas, esperando que llegue su momento. El de algunas no ha llegado, pero aguardo.
Ahora, no contenta con la propia aceptación, he comenzado a rebelarme contra lo que considero un aprendizaje limitador. Cuando hago un regalo a mis hermanas, en seguida noto que no les ha gustado. No puede ser de otra manera. Al rato ideo un show en el que me reto a mí misma frente a una muralla invisible que nadie ha osado hasta ahora derribar. Me pruebo las prendas y me paseo con ellas como si perteneciera al mundo del espectáculo. Un año no cambiaron.Tenía que lograrlo. Los de la tienda no admitían devoluciones.
Estos últimos Reyes pensé que había pasado la prueba. Pero mi hermana me esperaba en la estación de autobuses con la bolsa. Esbocé una teoría de los regalos que me dejó un poco descolocada. Y encima tengo que buscar el ticket de compra.