Donostia refulgía en el azul de la brisa Cantábrica. Había terminado su artículo en el periódico sobre el destino de la solidaridad de las Juntas Generales y un autobús se le adelantó en el paso de cebra. La parada estaba a dos pasos, así que abandonó la idea de llegar andando a casa y subió al transporte público. Por la ventanilla veía desfilar lentamente Donostia. Pensó en una limonada y en una ‘omelette’ a las finas hierbas en el café de La Concha, pero mantuvo su idea de llegar al apartamento. La barra que compró en Barrenetxe desprendía un sueve olor a pan recién horneado. Sostiene que no se acordó de lo que hizo después.