Mi madre dejó de cenar sopa de ajo porque le gustaba tanto que la comía con ansiedad. Mi relación con los Diarios de K (Krishnamurti) es de tipo gastronómico. Imaginen un niño que come por primera vez alcachofas o pastel de pescado y pone cara de asco. Pues así. La primera vez que abrí el libro, lo cerré ofendida. ¿Qué era aquello? ¿Cómo le podían ocurrir aquellas cosas? ¿Qué habíamos hecho mal los demás para tener una vida tan plana? Y mira que yo había hecho mis deberes. Me había tragado (o casi) esos libros de discurso desordenado en los que el sabio indio condena las guerras y la ambición. Y no iba descaminada: el físico cuántico David Bohm le hacía los prólogos.
Nunca quise comprarme los diarios, supongo además que estarán descatalogados. Tengo el vicio de tomarlos prestados de una biblioteca para teñir de paciencia esta relación tan desigual. Imagínense una madre decidida a que a su hija le terminen gustando las alcachofas. ¿Puede acaso tener prisa? Pero el plazo de devolución caduca sin haber llegado a la mitad. Y vuelvo a empezar. Ayer, sin embargo, K me hizo un regalo. ¿Se acuerdan de la flor del azafrán? Lean, lean: “En los campos recientemente cortados había miles de plantas de azafrán, tan delicadas, con ese perfume que les es tan peculiar”. Recordé mi primera paella. Me da que K y yo nos vamos acercando.