Hace un tiempo, mi coche empezó a pararse cuando no debía. Esperaba en un semáforo y el motor perdía fuelle hasta que terminaba quieto. Ese temido ‘calado’ de cuando te sacas el carnet. En una de estas ocasiones llegué como pude al garaje, aparqué el vehículo sin vida motorizada y, al día siguiente, un amable vecino con taller próximo, me arrancó el coche con unas pinzas. Me recomendó pasar por el taller, porque podía haber algún fallo eléctrico en el arranque. Pero el utilitario se recobró y me olvidé de la recomendación.
Han pasado los años, el coche pasa graciosamente la itv pero hace unos meses han aparecido fallos en cadena. Primero fue la caja de las mariposas. Un fallo poético, pero no su factura. Después, la batería. Y por último, el alternador. Hace unos días la luz de fallo electrónico brilló en el salpicadero. Pensaba qué hacer cuando me crucé con el hombre que me ayudó una vez.
-Qué coincidencia -le dije- y le relaté mis cuitas automovilísticas.
Él me escuchó con paciencia. ‘Qué bien he hecho en jubilarme’, me respondió. ‘Los coches han cambiado mucho y había que invertir en maquinaria. No hubiera podido ayudarte’.