‘Vamos a darle una alegría al cuerpo, que es domingo’, me dije. ‘Y también a estos niños de la generación de la panga vietnamita’. Me calcé el delantal de dos vueltas y coloqué mi sartén-cazuela multiusos en la vitro. ‘Empecemos por la cebolla’, me dije. Troceé una de color sepia con la capa exterior pelín ennegrecida pero blanca por dentro. ‘Esto empieza bien’, me dije. Recordé entonces que no había echado los ajos. ‘Es el destino’, pensé. ‘Así no se quemarán. Desoyendo aquel consejo de Adúriz para sustituir la cebolla por el puerro en la tortilla de patata, añadí al sofrito este elemento-tan-nuestro. Y después, la zanahoria, la berenjena, el calabacín, una lata de guisantitos ‘bonduelle’ con su caldo y, ahí, en el glu-glu, cayeron las patatas cortaditas. ‘De vez en cuando uno tiene que dedicar 40 minutos al pochado de la cebolla’, recordé que dijo algún cocinero imaginativo. Y llegaron las rodajas de salchillas Franckfurt.
Qué colorido, chica.
Y los niños lo comieron sin protestar, que diría la antigua revista ‘Ama’.
Así eché yo la mañanita.