Nunca he tenido espíritu deportivo. Pero casi todo lo que no tuve lo
quiero ahora. En el colegio, con una profesora de gimnasia que mantenía su ‘look’ de  peluquería, nos apuntamos a una competición femenina de voleibol. Acudíamos con más vergüenza que afán de competición. El balón siempre se iba hacia el lugar contrario y dábamos buena cuenta, al menos yo, de la teoría de las profecías autocumplidas: cada día nos salía peor.

Recuerdo también una carrera sobre patines de hielo en la que partí con buenas posibilidades. En los últimos metros sólo quedábamos mi mejor amiga y yo. El público me aclamaba pero antes de llegar a la meta algo me frenó. Mi mente informaba de que no podía ganar a mi querida colega. Pero por detrás de aquella voz pude percibir que lo que me retuvo fue el miedo al fracaso.

Observo ahora que los grandes partidos son aquellos que no se dan por perdidos. Que aunque duela, es mejor perder luchando. Y lo bueno que es ganar, sobre todo si te lo has peleado.