Aquello no parecía Donostia. La primera parada tras la cena fue en una sala en la que se bailaba como en los antiguos bailes de Igeldo: a lo ‘agarrao’ y piezas clásicas. En seguida me acordé de mi madre: cómo disfrutaría en un sitio así. Y pensé que era un pena que no tuviera un buen plan de amigas para acudir a un sitio semejante.
Entonces me fijé en él. Un señor bien entrado en años que oteaba el panorama sonriente. Un poco al estilo de los habituales en una discoteca que esperan que la noche les sea favorable. ‘¡Cómo está el mundo!’, pensé.
En la siguiente parada, el hombre se nos había adelantado. Ahí estaba de pie, atento a los acontecimientos. Nadie parecía juzgar lo que ocurría. Una pareja joven y guapa. Un piano. Un borracho. Y un grupo de veteranos, entre ellos, el caballero.
Entonces me habló:
-El pelo, ¿es tuyo?
No sé si se refería a si el rizo era natural o en el ambiente se estilaba la peluca.
-Sí -contesté, sin saber qué añadir-.
El hombre quedó conforme. Sonrió a la concurrencia y se preparó para salir. Esperó, cuidadoso, a que no hubiera obstáculos ni peligros en la pista.
-Es la hora de que los niños nos vayamos a la cama.