Ahí va una historia tierna. Cursi, que diría el otro. Cuando me casé, allá por la prehistoria, repartí unas plantas de flores moradas y corazón -o como se llame el botón central de estas delicadas criaturas- amarillo. Vivía entonces dentro de uno de esos yoes que vamos tratando de dejar por el camino. A saber qué hubiera regalado ahora.
Hace un tiempo una amiga me regaló una hija de aquella planta, superviviente de muchas lluvias. Llegó en un tiesto de barro clásico, envuelto en papel albal, como si saliera del quirófano, ya ves tú. La coloqué en una esquina de la cocina y me olvidé.
Meses atrás, con el inicio de la primavera, este abnegado vegetal me hizo su primer regalo. Ni siquiera observé que un pequeño muñón arrigado se colaba entre las hojas.
Agradecida, decidí responder a estos afanes reproductivos. Bajo la fregadera hallé un bote de abono, seguramente caducado, y me encomendé a su demostrado vigor.
La respuesta no se ha jecho esperar. Grupos de muñones grisáceos cuelgan entre las hojas a la espera de la eclosión.
Habrá que celebrarlo.