En aquel callejón solitario de Edimburgo aparecieron algunas claves. Como había logrado dejar mi mente en calma después de la pesadilla del niki, pude entrever una información que no suele tenerse en cuenta. Atisbé que esa chica de aspecto nocturno -la ropa negra, el excesivo maquillaje, las medias de rejilla, los adornos metálicos- no me resultaba tan ajena como mis razonamientos -‘¿qué hace ahí, con esa ropa, apoyada en esa persiana bajada, fumando tranquila un cigarrillo?’ – me invitaban a pensar. Y entré.

Era, como dice el tópico, un callejón sin salida. Entrabas por un sitio y volvías a salir por él. Así que pasaría dos veces por delante de la mujer. Creo recordar que en mi primera aparición no nos saludamos. Pero sí a la segunda. Aquel rincón de la profunda Escocia empezaba a parecerse a esos saludables momentos, en los que, mejillas coloreadas por el esfuerzo y el sol, te cruzas con un caminante o montañero en un paraje solitario y, de forma espontánea -si es un hecho obligado pierde su encanto- intercambias un gesto de amabilidad solidaria.

Aquella chica y yo nos saludamos al estilo montañero y empezamos a hablar. ‘¿Qué  buscas?’, debió de decirme. ‘Olvídate. Yo te mandaré a un sitio que no debes dejar de ver’.