K le llamaba el proceso. Este fílósofo y pensador indio cuyos libros decoraban las estanterías del televisor en los hogares del tardofranquismo denominaba así a unos intensos dolores de cabeza que le asaltaban por la noche. El hombre insinuaba en sus escritos que el cerebro se le estaba reestructurando. Una afirmación que hubiera provocado taquicardia en el menos brillante de los neurólogos. Si le leyeran. Pero no impedía que sus teorías encerraran una gran lucidez. A mis ojos, claro.

Mi proceso era diferente. Hay pájaros que entran desde la terraza y que luego, asustados por no poder salir, se golpean tozudamente contra el cristal cerrado, sin intuir que a dos pasos tienen la salida. Así me chocaba yo con la realidad.

Me habían invitado a un curso de comunicación. De esos que buscan mejorar el ambiente en las empresas y que tienen gran  cantidad de detractores. En uno de los juegos propuestos había que escuchar sin interferencias mentales, sin monólogo interior. Mi ‘escuchador’ pasó parte de la prueba hablando y dando sus opiniones. Se lo conté a mi hija. Una anécdota divertida.

-Pues yo, siempre que te hablo, estás pensando en otra cosa. 

Lo del pájaro.