Pensé que la anécdota interesaría a la concurrencia. Tenía que ver con el aceite de oliva. Y en la mesa navideña había mucha  ama de casa. Me la había contado el dueño de ‘Don Serapio’. En el momento de las vacas gordas, la gente se hizo menos exigente con su compra. Las presiones por conseguir los productos más baratos, las mejores ofertas, llevaron a un cambio en el etiquetado del aceite. Bajo el rótulo de ‘aceite de oliva virgen’ uno compra hoy aceite calentado, con sus propiedades medicinales evaporadas. Pero esta forma de producción, que desprecia la sabiduría de una larga tradición, abarata los costes. Para conseguir el aceite de oliva prensado en frío, hay que comprar ‘aceite de oliva virgen extra’. Las etiquetas confunden al consumidor.

Nada. Ni un amago de lástima por el aceite de oliva virgen. Es más, un cuñado empezó a discutir la tesis de ‘Don Serapio’. Es el momento de cambiar de tema.

La conversación deriva a los tiempos de la guerra. Y a cómo se comportaba una madre con sus hijas, presentes en la mesa. División de opiniones. Glup. La infancia. Eterna cuestión. Miro a mi hija adolescente. ‘¿Qué dirás tú?’, le pregunto. Ella sonríe.

Es Navidad.