El desayuno es mi comida favorita. Ya en la infancia me agarraba a la bata de mamá y le tiraba pidiendo ‘chauno mío’. Es una de las gracias infantiles que sobrevivieron al olvido familiar y cuyo recuerdo agradezco como hija de en medio con síndrome sandwich. Ya se sabe que a la niñez le debemos mucho. Mira lo que le pasó a ciudadano Kane por un trineo.
Pues yo, como los argentinos con su dulce de leche, recuerdo las sopas de leche que me hacía mi mamá. Creo que debo empezar a preparárselas a mis niños, aprovechando este repunte cocinero que me ha dado. En el Ni Neu del Kursaal, en la visita de Cristina Narbona, no nos dieron sopas de leche pero sí cafés con cruasán y zumo. Yo por supuesto iba desayunada de casa. El peor día para mí es el del análisis de sangre.
Pero puedo repetirlo. Para animar un poco mi tensión, con tendencia a la baja, me senté con mi café, grabadora lista. Pero la tensión de Cristina marcha a mil. Mi taza me esperaba y ella que si Bush escondía los informes sobre el cambio climático. Que si la nuclear es una energía insegura. Que si la incineración debe ser sólo el último reducto del gran proceso del reciclaje. Que vivan las renovables, energías infinitas. Mi café se había quedado frío pero cuando salí, el sol, las olas y la brisa lucían en la Zurriola en todo su esplendor. Energía infinita, oyes.