Pequemos de idealistas: hablemos de verduras. Los políticos y las guerras, incluso las ‘justas’, manchan mucho papel. Rescatemos a Mafalda. Ayer me lancé. Rompí toda una tradición. La revolución me esperaba en el frigorífico. El elemento rupturista había llegado a casa en una única unidad. Y sin bolsa de plástico, al fresco, con la etiqueta del peso pegada al lomo. Uno hereda la propensión a la enfermedad, la forma de amar y el rechazo a algunos alimentos.

No ha sido una revolución silenciosa. Hubo agún síntoma, un paso previo, en una de esas terrazas saturada del agosto Mediterráneo. Una estaba a punto de dimitir de un tipo de vacaciones cuando apareció en el plato. Era una ensalada plana, no una de esas en montaña más propias de Gipuzkoa, terreno escarpado y de buenos apetitos. Aceitunas negras, pimiento, tomate y él, cortado en rebanadas, como el salchichón, liso como el plato. Años de tradición se fueron por la borda aquel mediodía. Y lo probé. Fue un descubrimiento. Frescor para el verano. ‘Que repite’, dice la sabiduría popular. ‘Que repita’, me contestó un día mi peluquera, buena aficionada al gazpacho.

Así que el otro día, en el Super Matía, no miré para otro lado. Cientos de cabezas verdes esperaban en torre a gentes capaces de dar al traste con una herencia. Y me encontraron. Llevé una pero fue suficiente. Ayer lo comí. ¡Cómo refresca el pepino!