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Leer a Proust con la cachava

Eran otros tiempos, glup. Bajaba de la Facultad de Zorroaga, ese edificio con pintadas, goteras e intelectuales y paraba en una librería donde un dependiente que empezaba a perder pelo se afanaba en hacer fotocopias. Vivían de las fotocopias, diría yo. Pero tenían en la tienda una buena colección de libros clásicos de Alianza Editorial. Era el lado idealista del negocio. Las fotocopias, el de las alubias. Yo era una estudiante con coleta que había empezado a disfrutar con la monumental obra de Proust. Había aguantado pacientemente esas interminables primeras páginas en la que el niño Proust o quien fuera el personaje esperaba infructuosamente a que su madre llegara a darle un beso. La madalena y todo ese rollo. Y el premio del disfrute me había sido concedido. Así que iba yo a las fotocopias a por mi siguiente tomo. Era un ritual emocionante. El hombre me daba conversación.


-¿Te gusta?


Supongo que yo no disimulaba mi entusiasmo.


-Siempre he querido leerlo -respondía él- pero no tengo tiempo. Lo haré durante la jubilación.


Lo dicho. Un idealista.

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