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El punto G, en el zapato

Aquella mañana visitaría a mi zapatero. Este sencillo recado y la sensación de disponer de un poco de tiempo libre me habían dado una alegría especial. En el zapatero se habían quedado desde final del verano unas sandalias Camper muy trotadas, que habían vivido conmigo grandes momentos. Las compré por rebote. Había entrado a la tienda a por un par más sofisticado y estiloso y salí con dos: el de mi capricho y el que protagoniza el relato, más humilde y discreto, un valor seguro.

Mis sandalias Camper tienen su momento, como todo en la vida. Nunca me las pondría al inicio del verano: su color rosa claro se confunde con el de la piel blanca y el resultado es descorazonador. Pero me acompañaron en un viaje a Nueva York en el que las di por amortizadas: nunca hay zapatos suficientes para una gran ciudad. Su forro de piel verde hierba (Camper, al fin) se despegó del talón y visité -ciudad acogedora- a un zapatero paquistaní. Pero la plantilla quedó torcida. Una gran experiencia sociológica, lejana, eso sí, a la profesionalidad de mi artesano donostiarra.

Ayer nos reencontramos, él, mi sandalia y yo.

-No es nada -me dijo al entregármela-. Un poco de cola. Y otro poco de cariño.

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