Que no digan los amargados que no existe la felicidad. Ahí estaba yo, en mitad de La Concha, al volante del Opel Vectra, con un sol redondo como sartén poniéndose por Igeldo. Y yo, de vuelta a casa pensando en la tortilla de patata: ya me veía colocándome el delantal de cocina y vertiendo en la copa el aromático vino.
Al llegar negocié con mi niño un rápido repaso de los ecosistemas para el examen de Natur pero los climas templados se nos atragantaron por el cansancio. Miré el reloj, anuncié que no había huevos y acallé las protestas prometiendo la tortilla para hoy. Agobiada y con dolor de espalda por el estrés, logré meter al niño en la cama. Continué. Percibí entonces el perfume del vino que me había pasado desapercibido y corté un trozo de la tortilla. Al bajar los estores del salón, la luna tenía forma de sonrisa.