Siempre quise preparar aquel plato. Era un
clásico en el recetario familiar: arroz con conejo, alcachofas, tallos de espárragos y una hoja de laurel. Resultaba un arroz
cremoso y húmedo, un manjar, ¿o era solo nuestro recuerdo infantil? Aquel día, en la carnicería, me decidí. Superé el trance de comprar medio conejo, considerando que una vez troceado recordaría menos sus orígenes peludos y suaves. Pero al desenvolverlo en casa hallé la media cabeza y el higadito, que guardé en un albal para mi madre. La vida invita a superarse.
El sábado salió radiante así que opté por hacer el arroz en olla. La tía que mantiene viva la receta me había recomendado echar tres tazas de agua por una de arroz. Y abundante cebolla. Así lo hice. Las próximas vacaciones infantiles me animaron a aumentar las raciones. Siempre práctica
Cuando volvimos de la playa presenté mi ‘arroz con carne’, pero su aspecto era de engrudo y llenaba mucho. Nadie quiso repetir. Fue el adiós a un ideal, la dolorosa caída de un mito.