Una japonesa que, cinco minutos después de haber comenzado la proyección y haber ingerido un bocadillo, suelta un eructo que se escucha en toda la sala. Un hombre cuya halitosis obliga a cambiar de butaca a todo el que cae a su lado. Una señora francesa que cada dos por tres se da la vuelta para hablar con su amiga, situada en la fila de atrás. Un chico de aspecto anglosajón que, tras haberse despojado del zapato, acaricia y masajea con toda su mano el calcetín, con el pie dentro. Una señora de nacionalidad indeterminada que le grita a otra “fuck, fuck” porque le ha quitado la butaca que ella quería. Otra señora francesa que suelta un grito en la oscuridad (¡Me ha hecho daño!) al ser atropellada por un hombre que huía de la película de Godard. Son algunas de las experiencias vividas estos días en las diversas salas de proyección. El glamour está, definitivamente, en otra zona. (En este microrrelato verité no se han contabilizado los efectos aromáticos del calor en las axilas o los empujones y pisotones en las colas, por ser incontables).