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Ricardo Aldarondo

Mon Oncle

Desde Cannes (8): Extravagancias con y sin gracia

Cannes no sería Cannes sin el glamour y las superestrellas, pero tampoco sin el cine provocador, chocante, extravagante, ese que se mueve entre la tomadura de pelo y la sublime revelación artística. No han faltado este año píldoras para desatar la furia y la pasión, el abucheo militante y la pasión desaforada. Y con nombres ya expertos en esas lides.

Leos Carax llevaba más de una década, desde Pola X (1999), sin hacer una película, descontando un par de cortos y su episodio en el film colectivo Tokyo! (2008)  junto a Bong Joon-Ho. En ese tiempo mantenía su aura de enfant terrible, que ahora ha renovado brillantemente. Cuando tantas veces vemos cosas que nos remiten a otras, un cine de repetición o reciclaje, Carax consigue con Holy Motors una sorpresa continua, que resulte imposible imaginar qué ocurrirá a continuación. Aunque sea a costa de la coherencia o la inteligibilidad, Carax cuenta una vez más con Denis Lavant, un actor dispuesto a todo, para traspasar los límites de la sensatez y la prudencia y embarcar al espectador en un viaje delirante, tan pretencioso como fascinante, tan provocador como lírico. Un hombre que sale de su casa por la mañana y monta en su limusina comenzando lo que parece ser una jornada de trabajo de un multimillonario, se convierte en una serie de transformaciones del personaje para cumplir diversas misiones. Y cada situación, y cada mutación del actor, es más sorprendente que la anterior. Desde un comienzo farragoso y dsconcertante, Carax va llevando a su terreno al espectador, a veces con rasgos de humor geniales (las inscripciones en las tumbas), con la aparición de una belleza como Eva Mendes para mancillar su aura glamourosa componiendo un cuadro extraño y perturbador, convocando a Kylie Minogue para un delicado número musical en el alucinante espacio arquitectónico de Le Samaritan (con una canción compuesta por Neil Hannon) o redondeando el trayecto con una disparatada secuencia de regreso al hogar y una graciosa visita al garage de las limusinas. Todo ello con una maestra de ceremonias fascinante, la actriz Edith Scob, musa del director Georges Franju al que el Festival de San Sebastián dedicará una retrospectiva este año. Las referencias a Franju son diversas en una película que puede resultar irritante para quienes no admitan el espíritu caprichoso y burlón de Carax, pero también deslumbrante en la creación de imágenes y situaciones insólitas.

Carlos Reygadas, en cambio, solo acumula en Post Tenebras Lux secuencias tan poco interesantes en sí mismas, como incoherentes en su conjunto. Frente al sentido del humor o las raíces de la transformación teatral como espectáculo que utiliza Carax, Reygadas quiere ir más allá en la extravagancia que ya alimentaba Batalla en el cielo. Utiliza un formato cuadrado de pantalla, pasa la imagen por un filtro que multiplica y distorsiona los márgenes en buena parte de las secuencias, se alarga en sitauciones que no llevana ninguna parte, y no consigue hilar nada interesante, ni en lo narrativo ni en lo visual. Un diablo luminoso, una orgía triste, o una reunión al estilo de alcohólicos anónimos en el que un tipo cuenta todos los materiales eléctricos que utiliza en su obra, son algunos de los caprichos del soporífero batiburrillo de Reygadas, que fue convenientemente abucheado, también minoritariamente aplaudido y tuvo las peores puntuaciones en las revistas del ramo.

Benoît Delépine y Gustave Kervern marcaron una de las páginas más burdas y divertidas del Festival de San Sebastián, cuando presentaron su película Louise-Michelle (2008) en rueda de prensa con un jamón sobre la mesa que pretendían entregar al periodista que hiciera la pregunta más estupida. Con su espíritu desestabilizador, que mezcla las esencias imperecederas de los cómicos del cine mudo, con la actitud punk o la protesta obrera, no han conseguido en Le grand soir sino un conjunto deslavazado de chistes de variable gracia, a partir de dos nerds punkis que se dedican a la vagancia, mientras sus padre regenta una patatería, y su madre se pierde en su locura catatónica. Al final parecen lanzar una traca antisistema, pero su película acaba siendo una especie de Benny Hill punk sin mordiente ni capacidad de molestar.

Muy diferente es el delirio artístico de Takashi Miike. Sobre su constante producción, hay quien tiene la teoría de que el director japonés da una de cal y una de arena, y alterna películas muy notables con productos comerciales sin mayor distinción. Ai to Makoto (For Love’s Sake) se puede contar por un lado entre sus productos de relleno, pero este musical sin cortapisa contiene algunos momentos tan disparatados, que puede hacer las delicias de sus fans, esos que están dispuestos a todos los excesos de Miike, sea en el campo de la violencia o en el de la exhuberancia visual. Ai to Makoto (For Love’s Sake) empieza como un West Side Story, se desarrolla en una escuela universitaria como Grease, pero no se atiene a ninguna regla, empezando por lasde los géneros musicales. Canción romántica hortera, heavy metal, opereta rock, tecno bochornoso, todo se mezcla en el espectáculo de furioso colorido y esperpénticas coreografías. En serio y en broma al mismo tiempo, con personajes heróicos y ridículos en consciente armonía, Miike alarga hasta dos horas y cuarto la gracieta, pero consigue aislados momentos de despiporre total, sobre todo en la primera media hora.

Un espacio en 3D: cine, música, libros y más

Sobre el autor

Periodista de Cultura y crítico de Cine de El Diario Vasco. Colaborador de Rock De Lux, Fotogramas y Dirigido Por...


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